En marzo de 1981, Jean-Marie Balestre debe haber pensado que el mundo estaba volviéndose loco. Él, caballero de la legión de honor, presidente de la FISA, tenía que compartir el poder con dos usureros británicos. La fórmula uno era un deporte, y no un programa de domingo por la mañana, regado a comerciales. Era solo esperar a 1987, que con el fin del pacto de la concordia todo volvería a la normalidad y ese par de oportunistas sería barrido del paddock.
Pero si Alexandre tuvo a Clito, Bernie tenía a Max. Complicidad inglesa desde el inicio de la pelea, Max era respetado y admirado por todos los jefes por ser el único jefe de equipo abogado en el ambiente amateur de los monoplazas británicos. Fue el propio Max que intermedió las conversaciones que llevaron al pacto de la concordia. Era siempre Max a quien todos pedían consejos en el momento difícil. Max siempre podía negociar con autoridades marroquíes o periodistas norteamericanos. Y Bernie era suficientemente astuto como para comprender el potencial en ello. Al cerrarse March engineering, en 1977, Mosley quedó libre y decidido a no ser más parte de la resistencia, sino convertirse en el protagonista del nuevo automovilismo mundial.
Max iba a ser vendido como el único detentor del sentido común en este circo de locos.
Los tiempos estaban cambiando. El nuevo equipo británico, Toleman, usaba motores Lancia y contrataba a un sudafricano, un desconocido Rory Byrne, para salir adelante. Ya no estábamos para nacionalismos, y Max Mosley, el astuto, que de pintar lemas fascistas a los 16 años había pasado a colaborar con el partido Laborista; entendía que el automovilismo romántico de los deportivos ingleses no tenía futuro. No se podía fabricar un motor Turbo en un garaje de Suffolk, y de seguro que los franceses iban a ganar la partida. Eso si los americanos no entraban de lleno.
The saints, are cooming….
The saints, are cooooming…
Toleman también dio en el clavo con un pequeño detalle.
Había unos pilotos que no eran europeos, cosa rara hasta entonces, pero que siempre salían del automovilismo británico. Podía ser la clave para vender GP’s en la tv en países extranjeros, y al mismo tiempo los melancólicos londrinos podían reclamar su parte del éxito, con el currículo de los campeones.
Vender charme Europeo en el tercer mundo, ha sido buen negocio desde los tiempos de la colonia; y los latinoamericanos podían no tener dinero para comprar un pase en Mónaco, pero tenían aparatos de Tv. Poco después del atribulado campeonato de 1981, dos Brasileros probaban para equipos ingleses. Ayrton Senna se queda en Toleman, y Nelson piquet en Brabham. Simpáticos latinos, pero pilotos británicos y finalmente, ídolos de su exótica sudamérica: una receta nueva para vender royalties en un mercado de varios millones de televisores.
The saints, are cooming….
The saints, are cooooming…
Mientras tropas argentinas invadían las Malvinas, Bernie y Max planeaban la invasión de Persia sin apuro.
I say no matter how I try I realize there's no reply…
En 1982, Mosley sale de escena, y nadie sabe de él por tres años. Piquet era descalificado en Brasil por estar abajo del peso al final de la carrera. Fueron años difíciles para Bernie, sin el apoyo del socio de tantas reuniones. En cuanto Max navegaba su tercera aventura política, esta vez en el partido conservador, el poder salía de sus manos con la misma rapidez con que el agua de enfriamiento de los frenos de Piquet escurría por la pista. La FISA era claramente el obstáculo máximo al imperio de Ecclestone.
Al fin, en 1985, Max vuelve al circo, esta vez para quedarse. Esos años aprovechados en la política europea lo habían convertido en un astuto diplomático, listo para conquistar el imperio de aceite y acero de Daimler. Daimlerlandia era una virgen, pronta para ser raptada y obligada a participar de oscuras orgías. Porque ya desde ese tiempo a Mosley le gustaba hacer fiestas, que nunca, de manera alguna, comportaban tintes nazistas.
Podemos imaginar, seis meses antes, la reunión que Max Mosley y Bernie Ecclestone sostuvieron en secreto. No está en ningún reportaje de revistas de automóviles, pero vale más que todo el papel manchado con tinta en los últimos treinta años. Puede haber sido en la oficina prestada de algún amigo, o en algún cuarto de hotel en Luxemburgo. Puede haber tomado varias conversaciones en un burdel londrino. Podemos imaginar a Max explicando, argumentando, y cobrando la lealtad de tantos años. Bernie tenía una mina de oro en las manos, y el enemigo Balestre ostentaba la presidencia de la FIA, de la FISA, y de la federación francesa. Allí, una mezcla de íntima complicidad y conveniencia política produjeron la más infame toma de una institución deportiva mundial ya vista hasta entonces. Ya a finales de 1984, Balestre era parte del pasado.
A comienzos de 1985, Max se presenta como representante de la comisión de montadoras de la FISA.
De montadoras!!! Una década antes, Mosley había sido vetado por la Renault y la Ferrari para el Bureau Internationale de Constructeurs. Pero un poco de política europea había dado luces de lo que realmente Max quería. No era un tonto romántico en busca de mantener esos inútiles deportivos ingleses corriendo en los circuitos, y sí un hombre en busca de dinero. Mucho dinero y a largo plazo. Exactamente el tipo de hombre que las montadoras esperaban. Encuanto Balestre trabajaba para la reducción de los motores Turbo, un inteligente Max Mosley estrechaba lazos con los dueños de una fábrica japonesa. Otro país emergente daba la cara en la categoría, con mejores motores que pilotos. No había lugar para todos en el grid, pero sin duda lo había en los garages.
El 22 de octubre de 1989, dos pilotos corrían muy fuerte en Suzuka. Aquel brasilero de Toleman, y del lado, el compañero de equipo, ese profesor francés que tantas alegrías le daba a Balestre. Termina la segunda temporada consecutiva de dominio absoluto de Mclaren, y la pelea es entre ellos, con los motores zumbando agudo mientras bajan por el puente del circuito. De pronto, en la chicane, una típica jugada de Senna, un obvio y malicioso choque, y el francés ve el campeonato perdido. Con Ayrton en el podio, toda Francia ve el campeonato perdido. Jean-Marie ve el campeonato perdido. Y nuevamente el viejo periodista piensa solamente en nacionalismos.
Al pasar por fuera del trazado en la chicane, Ayrton Senna puede haber pisado el callo más doloroso de Jean-Marie-Balestre; aquel que no lo dejaba trabajar tranquilo, ese callo maldito que lo deja de tan mal humor frente al podio: el callo nacional. Así, Cuando Balestre descalificó a Senna por haber pasado una chicane, O estaba intentando congraciarse con sus compatriotas para ganar apoyo, o ya veía perdida la batalla. O las dos cosas. Hacia un tiempo que la fórmula uno ya no era una pelea entre europeos, y ese pequeño detalle, Max y Bernie sabían bien lo que significaba. Dos años después, Max Mosley es elegido príncipe de la FIA, como el defensor del nuevo mundo globalizado, que no se importa con nacionalismos arcaicos: un presidente sin callos.
Estamos en los noventa, y Ayrton Senna es el corredor del futuro.